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Con el fin de ilustrar la afirmación recogida en el título de esta entrada, permitidme que os cuente lo que me sucedió hace unos días estando de visita en Madrid (España).
Tras una reunión en la sede de Google (sobre la que escribiré otro día), uno de sus directivos tuvo el detalle de acercarme a mi alojamiento.
Instantes después de bajarme de su coche, eché en falta mi móvil. Pensé, sin apurarme demasiado, que lo habría dejado apoyado en algún lugar del vehículo al estrecharle la mano como despedida o al desabrocharme el cinturón. No obstante, al recordar que vestía una camisa sin bolsillo (y por tanto antigua, pues ya no las compro sin él), volví sobre mis pasos por si el teléfono se me hubiera caído al suelo al intentar meterlo en el inexistente bolsillo. Pero allí no había nada.
Me apresuré entonces a la casa de los amigos con los que me alojaba. Al llegar, llamé un par de veces desde el fijo a mi propio teléfono. Sin respuesta. Por suerte tenía el número particular del directivo de Google, así que le llamé para preguntarle si había visto mi móvil en su coche. Nada; no había visto nada, pero bajaría a mirar de nuevo.
En ese momento se me encendió la luz: podía usar la aplicación de rastreo del iphone desde el ipad. Dicho y hecho. En pocos segundos aparecían ambos aparatos en mi pantalla. Con horror descubrí que el iphone no estaba en casa del directivo ni cerca de ella sino en la zona en la que me había dejado: ¡estaba en la calle y se iba moviendo! Era momento de actuar, de bajar al terreno. Si cuando llamé no me contestaron aumentaban las probabilidades que quien lo encontró no tuviera voluntad de devolverlo, así que tenía que salir a buscarlo.
Enseguida paré un taxi e iniciamos la persecución. Aún no había comenzado a ponerme nervioso pero sí estaba bastante ‘activado’. Recuerdo que al principio la pantalla señalaba que el teléfono estaba en la calle José Abascal avanzando en dirección a Cea Bermúdez, mientras yo me encontraba cerca de la Plaza de Colón, dentro del taxi. Así que decidimos subir por Génova y luego Santa Engracia. Ahí hubo, por fin, un golpe de suerte, pues el iphone comenzó a descender por Santa Engracia. Poco antes de que llegáramos a su altura, me bajé del taxi. Aún no sabía cómo identificar a quien pudiera tenerlo, pues caminaban varias personas calle arriba y calle abajo, comenzaba a oscurecer y esconder un móvil en un bolsillo no resultaría difícil. Por otro lado, no estaba seguro del grado de precisión de la aplicación de rastreo.
En ese momento se refrescó la pantalla del ipad y comprobé con espanto que nos habíamos cruzado y el iphone se había alejado bastante calle abajo; además ahora parecía moverse más deprisa. ¿Me habría identificado quien lo llevaba y había acelerado el paso? Regresé al taxi y le pedí al taxista que diera la vuelta: debíamos seguir intentándolo. Para ponerle más emoción, Santa Engracia es calle de un solo sentido y el taxista no parecía muy familiarizado con esa zona de la ciudad, así que comenzó a bloquearse y a tomar giros sin mucho sentido.
No obstante, nuestra perseverancia se vio recompensada: nos encontramos una patrulla de la policía municipal. Tras explicarles lo que sucedía, me pidieron que subiera a su coche, por lo que pagué al taxista y me despedí de él. Esto me daba nuevas esperanzas; era como si en un videojuego hubiera superado uno de los niveles y ahora contase con más herramientas para proseguir la búsqueda. Sin embargo, no duró mucho la alegría. Al cabo de unos minutos observamos que el móvil cada vez se alejaba a mayor velocidad hacia el centro de Madrid. Empezaron a surgir hipótesis dentro del coche: que si se había subido a una moto, o al metro, o a un autobús. Ésta última parecía la alternativa más plausible pues en el metro quizá se hubiera perdido la señal de rastreo, y que tuviera una moto esperándole se antojaba mucha casualidad o demasiada premeditación. Para terminar de complicarlo, los municipales me hicieron saber que si la señal pasaba los límites de su distrito o recibían una llamada de la central para alguna operación, no podrían continuar la persecución ‘sólo por un móvil’. Ocurrieron ambas cosas casi a la vez: la señal estaba ya dentro del distrito centro y recibieron la orden de ir a ver qué pasaba con unas motos aparcadas en la acera… Así que me acercaron a la comisaría de policía nacional de la zona y me aconsejaron que pusiera una denuncia para que bloquearan el teléfono.
Vuelta a empezar. Mientras en la comisaría estaba siendo informado de que el teléfono también había salido de su jurisdicción y debía dirigirme a la comisaría del centro y que si pedía bloquearlo lo más probable es que los ladrones lo tirasen y no volviera a verlo, bajaron un par de jóvenes policías de paisano. Supongo que eran ‘secretas’. Me preguntaron qué ocurría (buscaban confirmación, pues ya parecían saberlo) y rápidamente me invitaron a subir con ellos a un turismo aparentemente normal. Ahí comenzó la acción de verdad.
Resultaron unos tíos tremendamente eficaces, además de extraordinariamente amables. Mientras les iba guiando según se desplazaba la señal por la pantalla y avanzábamos a toda velocidad por las calles abriéndonos paso gracias a la sirena (el ‘pirulo’ la llamaban ellos) y una conducción que supongo es la que denominan ‘deportiva’, mantuvimos una viva conversación entre los tres. Me pusieron al tanto de por qué se tomaban tantas molestias ‘ solo por un móvil’: resulta que habían detectado una banda que actuaba al descuido y estaba organizada para dar rápida salida a esta clase de hurtos. Actuar con celeridad era nuestra única posibilidad. Dos días atrás habían recuperado un teléfono por este procedimiento (aunque no me dijeron qué pasó ni yo me vi en posición de preguntar). Desde que salí de casa de mis amigos no había vuelto a llamar a mi número (no tenía modo de hacerlo), pero el que su actual poseedor no contestara a las llamadas unido a su extraña reacción al cruzarnos en la calle (que también podía ser mera coincidencia), en ese momento nos pareció a los tres señal inequívoca de que no tenía intención alguna de devolver el aparato. En cualquier caso, no estábamos dispuestos a quedarnos esperando: íbamos tras él.
Después de varias calles a toda velocidad, giros de 90º, sirenas aullando, coches y peatones que nos abren paso, semáforos en rojo que nos saltamos, aceleraciones por el carril contrario y demás, vemos que el móvil se ha parado en la calle Montera, casi en el cruce con Aduana. Buena señal si se ha metido en una cafetería para venderlo; pésima si ha entrado en un edificio de viviendas. Llegamos por la calle Mayor, aparcamos en Sol y comenzamos a subir caminando por Montera (que es peatonal) preparados para el momento definitivo. Al llegar al punto indicado vemos una tienda de ropa, un par de hostales y un bareto, que se convierte de inmediato en el punto caliente. Pero dentro no se ve a nadie con pinta sospechosa. Hay también una comisaría de policía local, por lo que nos acercamos a preguntar. Y ¡sorpresa, allí está el teléfono! Nos dicen que lo ha entregado una señora con un aspecto algo peculiar pero que, dado que lo entregaba, no le pusieron pegas ni le hicieron preguntas. Tras demostrarles de varias formas que era mío finalmente me lo devolvieron. Agradecí a todos sus esfuerzos -particularmente a los ‘secretas’-, nos despedimos y cada cual siguió su camino.
¿Fue inútil la persecución? ¿Lo hubiera recuperado de todas maneras (los municipales llamaron a mis llamadas recientes y dejaron aviso de que podría recuperarlo en unos días; sin embargo, yo tenía que regresar a mi ciudad)? ¿Hicieron bien en inhibirse los que se inhibieron y en implicarse los que se implicaron? ¿Por qué la persona que lo tenía no contestó a mis llamadas o las devolvió? ¿Qué le hizo recorrer 3,5 km para entregar el aparato? ¿Tenía voluntad de devolverlo desde el principio? ¿Pasó por varias manos? ¿Por qué no lo desconectó para evitar el rastreo? En fin, se me ocurren montones de preguntas y también diversas hipótesis para contestarlas. De lo que estoy bastante seguro es de que si no hubiera salido a la búsqueda del teléfono me hubiera quedado sin él. Por tanto, además de estar enormemente agradecido a cuantos me ayudaron a recuperarlo (y a las aplicaciones en Apple), esta pequeña aventura me refuerza la convicción de que no podemos quedarnos de brazos cruzados esperando a que las cosas se arreglen solas, sino que hemos de arremangarnos y pasar a la acción porque nada ni nadie las va a solucionar por nosotros. Debemos hacer todo lo que podamos con los medios de que disponemos.
En las empresas con las que colaboro veo un deseo común de actualizarse, diferenciarse, reinventarse e innovar. Sin embargo, sólo lo consiguen aquellas que disponen de un grupo de personas que se lo toman realmente en serio, que además de soñadoras se empeñan en hacer que las cosas ocurran, que ponen todos los medios por lograr algo que parece imposible, que siguen adelante pese al escepticismo de sus colegas o el sucederse de los obstáculos. Personas que pasan del discurso a la acción, de las musas al teatro. Porque, en frase atribuida a Theodore Levitt, «creatividad es pensar cosas nuevas; innovación es hacer cosas nuevas. La ideas son inútiles a menos que sean usadas. La prueba de su valor está en su implementación.»